Subo en el ascensor del hospital.
Estoy menstruando, sigo cansada.
Tercer piso, habitación 321.
3, 2, 1, ... Abro la puerta.
Mi hermana está acostada,
con una expresión que me
recuerda a la niña que fue.
Le duelen los puntos y no
puede incorporarse.
Me sonríe, pero inhala con
cuidado. El dolor no se va.
Me siento. Cae un poquito de sangre
en la compresa, nada nuevo.
El gotero de analgesia está casi vacío.
Hay una luz ligera, como las
que entran en las capillas,
o las ermitas. Se oye a las
enfermeras en el pasillo.
Ríen y bromean, empujan carritos.
Miro de nuevo a mi hermana,
que contesta un mensaje
de WhatsApp con aire ausente.
Entrecierro los ojos y su silueta
se desdibuja. Podría ser mi
madre, o mi abuela. O mis tías.
Me miro los pies. Cae un poco
más de sangre. Soy la única
con todo: útero, ovarios, trompas.
Esta herencia no es justa.
El vivir incompletas, perdiendo
partes. Sin despedidas o procesos.
"El médico me ha dicho que
tengo dos años para
quedarme embarazada",
me dice con el ceño fruncido.
Una emoción me agarra las costillas.
Es un hilo de ternura. Hago una broma.
El momento pasa. Estamos a salvo.
Al quedarnos en silencio se oye
un rumor, como el marcar del reloj.
El tiempo que pasa. Pero es una cuenta atrás.
Así es para nosotras, así será para las que vengan.