Estaba leyendo a Dickynson
cuando me pareció que alguien
se paraba frente a la puerta de casa.
Dejé el libro y crucé de puntillas el
pasillo. Tras la mirilla no había nadie.
Qué aburrido todo.
Dickynson,
el pálpito,
ese desconocido cobarde.
Qué pereza sentarse a esperar
cuando una sabe, positivamente,
que no va a pasar nada.
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