Tan impulsiva (homenaje a E. Hemingway)

He empezado a escribir un nuevo libro de relatos. Quiero que sea pequeño, que cuente cosas sin decir lo más importante. Será difícil. Me gustaría que fuera como una cortina que se abre para descubrir al lector, sólo durante un instante, escenas cotidianas y reconocibles para todos. Algunas alegres, otras tristes, o brutales. Como la vida, supongo. Todavía no tiene título. Este es el primer cuento, uno de los más amables.

   Sucedió un fin de semana de finales de octubre, justo después del desayuno. La mañana tenía esa luz dorada que pone nostálgico si le prestas demasiada atención. Abel se llevó las tazas a la cocina. Dejé que la pereza del domingo se tumbara sobre mí como un enorme gato persa y me recosté en la silla mirando hacia la ventana. Al poco volvió para sentarse frente al cristal. Lió un cigarro y se lo llevó perezosamente a la boca. Vi como una nube blanca se expandía sobre su cabeza, para romperse a continuación en pequeños jirones de luz oblicua. Los mechones de pelo saltaban a su alrededor como una cesta de culebras, finos reptiles que buscan el calor del sol alzando sus cabezas. Entonces el pensamiento cruzó mi mente y levanté las cejas de pura sorpresa.

- ¿Cuánto hace que no te cortas el pelo? – le pregunté.

   Llevaba un rapado más o menos a la moda, pero había perdido algo de forma, de modo que ahora intentaba peinarlo hacia un lado. Lo cierto es que el resultado era un tanto desaliñado, casi bohemio, ya que no podía evitar que unos mechones le cayeran sobre la frente. Era castaño claro, mucho más brillante que el mío. Me miró con los ojos entrecerrados mientras expulsaba la segunda bocanada de humo.

- No sé. Un par de meses, creo.
- Te queda bien, me gusta. ¿Vas a dejarlo crecer?
- Siempre lo corto cuando empieza a molestarme, o me hace cosquillas en la nuca.

   Me levanté para sentarme a su lado. Estiré la goma que me recogía el pelo, liberando una melena llena de caracoles de un castaño oscuro, casi negro. Abel me miró sin comprender.

- He tenido una idea, pero me da un poco de vergüenza.
- Cuéntamela.
- Te vas a reír de mí.
- No es verdad.
- No sé…
- Va, dímelo. 
- ¿Y si me corto el pelo como tú?

   Tocó los caracoles con el ceño fruncido.

- ¿Por qué quieres hacer eso? Me gusta así.
- De ese modo llevaríamos el mismo peinado.
- Pero tú melena es muy bonita, sería una pena.
- Una vez, cuando era pequeña, cogí piojos. Mi madre tuvo que cortármelo justo por debajo de las orejas, de tantas liendres que tenía. Me quedaba bastante bien.

   Me acerqué y le robé el cigarro. Mientras le daba una calada, Abel sonrió con picardía y susurró en mi oído uno de nuestros secretos. 

- Vale, pero luego – le devolví el cigarro.
- No sé qué decirte. Si quieres hacerlo, hazlo.
- Creo que me dará un aire muy moderno.
- ¿Tú crees? Si nos ven juntos pensarán que queremos llamar la atención.
- No se darán cuenta – afirmé recogiéndome nuevamente el pelo –, será otro de nuestros secretos.
- Tal vez quede un poco raro.
- No para nosotros.
-  Pero sí para nuestros amigos.
- ¿Y qué más da?
- Eso es verdad, ¿quiénes son los demás?
- Nadie.
- Nadie.
- Piénsalo un poco, ¡nos lo pasaremos tan bien! 
- Te veo entusiasmada.
- ¡Porque es una gran idea!
- Estás como una cabra – rió.

   En la esquina de nuestra calle había una barbería. Un pequeño local regentado por uno de esos peluqueros que parecen salidos del siglo XIX, con el pelo completamente domesticado a base de rapados y brillantina. Absolutamente moderno. Su bigote se estiró en una sonrisa entusiasmada cuando le expliqué mis intenciones. Me dijo que al principio quedaría un poco desigual, y que debía tener paciencia. Pero que si confiaba en él, conseguiría el corte que estaba buscando.

   Al día siguiente entré en casa con mi nuevo peinado. Ahora estaba a la misma altura que el de Abel. Lancé las llaves al cenicero de la mesa y me planté frente a él con los brazos en jarras. Entonces vivíamos en un apartamento con grandes ventanas y una luz como las tostadas bañadas en jalea. Nos divertía mucho tener pequeños secretos susurrados, y ser deliberadamente simples. Obteníamos placer haciendo cosas absurdas. Nos hacía sentir diferentes, un poco marginados, casi condenados a la incomprensión. En la casa de las ventanas gigantes vivimos esa felicidad tan misteriosa y secreta que aparece sin ser invitada. Como los mecanismos por los cuales la levadura fermenta y hace crecer la masa cruda. Una situación que podría resumirse en una suma, pero que al mismo tiempo puede convertirse rápidamente en una resta. Especialmente si intentas controlarla. Y la mayoría de personas que conozco intentan precisamente eso, amoldarla a lo que debería ser. Entonces la fórmula de la fermentación puede transformarse rápidamente en una bomba atómica. Pero por aquel entonces nosotros todavía no habíamos aprendido todo eso. Vivíamos ignorantes y la levadura crecía ajena a cavilaciones, siempre bajo una luz dorada.

- Tócamelo.

   Me rodeó con un brazo y noté nuestros corazones palpitando a través de los jerséis. Levantó la mano y me tocó la nuca rapada con las puntas de los dedos, que temblaban ligeramente.

- ¡No tengas miedo! ¡Despéinalo!
- Espera – subió las yemas hacia la coronilla.
- ¿Me queda bien? No sé si ha sido una buena idea.
- Es algo nuevo.
-  Lo sé, es muy diferente.
- Creo que me gusta.
- ¿De verdad?
- ¡Eres muy impulsiva! –me despeinó con ambas manos.    

   Entonces nos miramos y reímos con las caras pegadas. Durante un instante, tal vez una fracción de segundo, sentimos que la existencia se volvía particularmente intensa. Igual que cuando estás comiéndote un bistec de carne, un corte sanguinolento que se deshace en la boca, y de repente masticas una piedra de sal que consigue expandir e intensificar ese sabor por todo el paladar. Dejé que deslizara las manos dentro de mi pelo y entonces fui yo la que dije en voz baja otro de nuestros secretos. Él respondió sonriendo:

- Pero mucho más.
- Sí.
- ¿Te arrepientes de habértelo cortado?
- ¡Para nada! Así nos parecemos.
- Es cierto. ¿Eso no te asusta?
- Un poco... se siente raro.
- Ya. Pero es lo que querías, ¿no?
- Es divertido.
- Entonces está decidido, vamos a llevar el mismo pelo.
- ¿Estás seguro?
- Completamente.
- Dices eso porque no quieres herirme.
- No. Es porque te estoy viendo y me gusta.

   Me empujó sobre el sofá para tenerme debajo. Algunos de sus mechones delanteros rozaron mi frente cuando se tumbó sobre mí. Ahora que me había deshecho de tantos rizos sentía la cabeza más ligera. Noté el tacto de los cojines en la base del cráneo y me extrañó que la piel de esa zona fuera tan sensible. Después continuamos hablando, y le pregunté:

- ¿No echarás de menos la melena?
- Un poco, porque era muy bonita. Pero me gusta cuando haces estas cosas, cuando te entusiasmas y haces tonterías.
- Me quedaba mejor largo.
- Así también estás guapa.
- Puedo dejarlo crecer de nuevo.
- No lo hagas, la próxima vez deja que te lo corte yo.
- ¿De verdad?
- Me hace ilusión.
- ¿Sabes hacerlo?
- Tengo una maquinilla.
- ¿Y lo cortarás aunque se rían de nosotros?
- Nadie se va a burlar.
- No es verdad, lo dijiste ayer: cuando nos vean juntos se van a reír.
- Pero eso ahora ya no importa.
- Tienes razón, porque está hecho.
- Exacto. 

   Ambos teníamos el pelo recién lavado, yo por venir del barbero y él porque esa tarde había ido a entrenar. Por detrás nos quedaba un par de centímetros por encima del cuello del jersey. El suyo era de lana azul oscuro, con un aire marinero, y subrayaba su nuca rapada como un pequeño horizonte de agua. Llevó la mano a mi nuevo cabello sedoso y redondo y susurró el último secreto. Aquel otoño ese fue uno de nuestros placeres.

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