Las baldosas son blancas. Eso ya es un error. Deberían ser más oscuras, tal vez crema o gris. Un tono que no resalte cada partícula que cae sobre ellas. Especialmente en esta habitación. Si me siento en el váter puedo ver pequeños pelitos diseminados por las esquinas, acumulados por las corrientes de aire que creo al pasar. Como si soplara sobre ellos sin darme cuenta y creara arcenes donde crecen delicados brotes de queratina en vez de hierba. También veo un trozo de papel higiénico cerca de la ducha. Parece un baño público. Los propietarios no reparan en estas cosas, pero los váteres deberían ser un lugar de aislamiento. Un templo doméstico donde recoger los fragmentos diseminados a lo largo del día. Todas esas lascas que se despegan de nosotros con cada pequeño esfuerzo. Con cada renuncia. Con cada elección. Todas las células invisibles que hemos gastado merecen un lugar para nadar. Una cabina saturada de vapor y silencio que nos permita rehidratarlas, hacerlas ovales de nuevo. Un baño agradable, que nos oculte de todo y de todos. Con baldosas oscuras y griferia cromada. Y con un espejo que no desgaste. Un cuarto amoroso que nos mantenga en la penumbra mientras el agua caliente regenera nuestros pliegues, mientras nos aplicamos mascarilla purificante y nos cepillamos los dientes. En un sitio así, seguramente sonreiría a mi reflejo antes de apagar la luz. Aquí mismo, tal y como están las cosas, lo único que puedo ver si cierro los ojos es cómo cojo los pelos del suelo, hago una bola marrón oscuro con ellos y me los meto en la boca para que no los veas.
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