Se situó en el centro del edificio y se dispuso a esperar. Sin respirar apenas, sin apenas levantar el pecho. Muy atento. Era el día de las crisálidas. La mañana de la metamorfosis limpia. Con los ojos entrecerrados pudo escuchar el inicio de su despertar, la apertura al mundo de cientos de lepidópteros. Un crujido leve, de membrana seca, se expandió por el invernadero. Entonces miró hacia la vegetación y pudo ver a las primeras mariposas alzar el vuelo. Cómo las escamas minúsculas de sus alas, con sus aristas longitudinales, alteraban la reflexión de la luz produciendo colores tornasolados e iridiscentes.
Eran cada vez más numerosas. En apenas unos minutos ocuparon la habitación, ganaron su piel, acariciándolo todo con cuerpos alargados, posando sus quebradizas patas sobre la chaqueta, sobre su pelo, sobre los tallos tiernos y las volutas de hierro pintado. Una explosión de insectos ocupó todo el aire disponible. Y durante un instante, también conquistaron aquel rincón situado en el centro de su pecho.
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