Esperando la corazonada

La cocina no se manifiesta. Aunque me encuentro de pie en su centro parece no darse cuenta. Pero es imposible que no me vea. Estoy aquí. Con el pijama como todas las mañanas, el montón de ropa sucia entre las manos: camisetas, un pantalón, varios pares de calcetines, bragas de algodón, mi camisa favorita. Con todas esas prendas y un par de toallas, esperando la señal. 

Esa especie de corazonada que te libera de las encrucijadas cotidianas. De esos pequeños gestos automáticos que no tienen importancia, que aparentemente no tienen peso. Son acciones ligeras, como algunas de las prendas de ropa que aprieto contra mi pecho. Pero que no sé porqué, me suspenden el gesto.

La palanca que ha accionado la parálisis es ridícula. Al abrir la puerta de la lavadora tus calzoncillos estaban dentro. Un par de boxers abandonados en el tambor metálico. Mientras mi ropa sucia espera pacientemente los miro, imagino sin esfuerzo cómo al levantarte esta mañana has decidido que necesitaban lavarse. Y aunque no estás en tu casa, mi lavadora está vacía. Está limpia, es nueva, es silenciosa y eficiente. La solución es fácil. Casi obvia. Seguro que a la máquina no le importa que sumes tu par de calzoncillos a la colada. Total, duermes aquí desde hace varias semanas. Y ella está vacía, limpia, etc. 

Al salir a la calle no se te ha pasado por la cabeza que cuando yo me levante, abriré esa puerta y me quedaré atónita ante la visión de unos pantaloncitos interiores de algodón. Pero eso es exactamente lo que ha ocurrido. Y por eso espero una señal. Algo que me de una pista, que me susurre amorosamente la solución: meter mi ropa junto a la tuya y dejar que se revuelquen entre litros de agua y espuma, o por el contrario sacar sibilinamente tus calzoncillos y hacerlos desaparecer. 

Y aquí estoy, muda. Atenta. Esperando el timbre del cartero, un WhatsApp de mi jefa, que la gata mulle, que llame mi madre, que se queme el café, que el hijo de la vecina baje corriendo las escaleras. Algo. Lo que sea. Pero nada. Silencio. Luz de mañana sobre el suelo cerámico. Olor a café, mi cuerpo y un pijama, un montón de ropa sucia y el tic tac, tic tac, tic tac, del reloj. Y tú estás sobre tu bici pedaleando con fuerza, probablemente al otro lado de la ciudad, con bocanadas de aire frío colándose bajo el cuello de tu camisa y pensando distraído que se te ha acabado el champú, o que has quedado con Pablo para tomar algo. Pero no sabes, ni siquiera sospechas, que yo sigo de pie en el centro de la cocina esperando averiguar qué demonios hacer contigo. Y que por ahora no obtengo respuesta. 

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