La hora de mediodía era la mejor para ir a comprar. La gente acababa de comer o seguía en el trabajo, por lo que el supermercado estaba casi siempre vacío. M. cogió una de esas cestas de plástico que utilizan los que no van a llevarse muchas cosas. Tenía prisa, quería salir pronto de allí. Hacer la compra le daba pereza.
Recorrió de forma eficaz los pasillos cogiendo paquetes de arroz, pan, leche, azúcar, una bandeja de pescado... al llegar a la zona de los "productos frescos" alargó la mano para llevarse una bolsa de zanahorias. Entonces las vio. En el estante superior de la nevera que conservaba las verduras, tenían cajitas de plástico con pimientos del padrón. Ella sabía que en aquel país no se cocinaban, que seguramente eran importados, un producto poco demandado. Eran muy caros. Demasiado, teniendo en cuenta que realmente no eran pimientos del padrón, sino pimientos verdes ("italianos", los llamaban en su casa), recolectados antes de tiempo para que fueran pequeños y así engañar a los ojos inexpertos.
Se detuvo frente a ellos y los miró largamente. No pudo evitarlo. Mientras observaba aquel sucedáneo, aquel simulacro de pimientos, recordó su infancia. Los días de primavera en el pueblo, la chimenea y el olor a leña; el frío por la mañana. La casa era antigua. Un vecino cultivaba el terreno que su familia había abandonado hacía dos generaciones. Le dejaban plantar lo que quisiese a cambio de que la tierra no se echara a perder. Un buen trato, sin dinero de por medio. Cuando le sobraban verduras, o simplemente porque le apetecía, el vecino les regalaba naranjas, o lechugas, o pimientos del padrón. Aquellos sí que eran auténticos. Pequeños, verdes, muy sabrosos y picantes. Recordó las noches frente al fuego, asando chuletas de cordero con sus padres, riendo ante la emoción de comerse un padrón realmente picante. Uno tan picante que podía dormir la lengua, reducir el resto de sabores a un hormigueo. Todo era sencillo, una cuestión de suerte. Para evitar que la nostalgia se apoderase completamente de ella giró 180º y caminó directa hacia la caja. Gastaba mucha energía en sonreír, no quería ponerse triste.
Una vez en casa guardó la compra y adelantó el resto de tareas que tenía pendientes. Puso la lavadora, hizo la cama, fregó los cacharros de la cena del día anterior... antes de volver a cocinar, decidió ducharse. Desnuda frente al espejo miró las leves arrugas que tenía alrededor de los ojos. Dio un paso atrás y observó atentamente su piel. Era pálida y suave, aunque con el paso de los años habían aparecido nuevas pecas, por lo que el conjunto era un poco accidentado. Como aleatorias constelaciones marrones. Le gustaba el resultado, aunque sabía que era provisional. Temporal. Como todo lo demás, por otro lado.
Al salir de la ducha cogió el frasco de yodo (poviodona yodada, palabras que siempre le habían resultado simpáticas, como si fueran el nombre de una pócima) y se dispuso a curar un pequeño eccema que tenía sobre la ceja. Algo psicosomático, una erupción causada por la ansiedad o algo así, le había dicho el dermatólogo. Entonces, al volcar el dispensador sobre la frente, un chorro rojo salió disparado hacia su cara. El tapón que permitía dosificar el Betadine se había soltado, dejando que la medicina cayera en cascada. M. ni siquiera se sorprendió. Sólo emitió un breve sonido, producido por la aspiración rápida de aire, por una contracción de la faringe. Durante un instante no comprendió muy bien qué había sucedido, pero al mirar de nuevo su reflejo asimiló el simulacro de muerte sin demasiada dificultad.
Con la cara llena de yodo, una mancha ferrosa y densa, parecía la víctima de un acto violento. Apoyó ambas manos sobre la pila del baño y adelantando el torso se miró más de cerca. El conjunto no tenía mal aspecto. Incluso le gustaba, aquella cara llena de rojo, las facciones ligeramente desenfocadas tras la sangre falsa. Se oyó a si misma decir "No me queda mal". Sin expresarlo en voz alta, sólo un pensamiento fugaz. En el instante mismo en el que la emoción moría, ya había adivinado que no estaba bien. Ese tipo de afirmaciones no las hace alguien sensato, alguien en sus cabales.
M. sin embargo se buscó las pupilas. Sólo con la cara ensangrentada se atrevió a enfrentarse a su propio reflejo. Otra M. cubierta de yodo la juzgaba seriamente. Entonces suspiró. Bajó los ojos y dijo "Qué demonios estoy haciendo". Una frase a medio camino entre la interrogación y la confesión. Lo que no sabemos es si se refería a su reacción ante el accidente con el Betadine, o al resto de acciones que había realizado en las últimas semanas.
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