A veces mis encías sangran solas.
Sin dolor ni pequeños fragmentos.
Manando como los acuíferos nuevos.
Solo sangre limpia y discreta.
Entonces voy al lavabo y me cojo los labios.
Grandes y suaves como olas carnívoras.
Los presiono ligeramente entre los dedos.
Para aumentar la posibilidad de ver llagas.
Heridas como lagunas de forma ovalada.
Trocitos de piel fina colgando bajo el paladar.
Una cueva hermosa y tibia, un templo de la carne.
Aunque tal vez hogar también de espantos y carcasas.
Pongo fin al reconocimiento con una flema.
Una ameba ligera y rosa escupida sobre el lavabo.
Tocada de nieve en las puntas, pequeñas burbujas lisas.
Que resbala ciega y triste hacia su inminente desaparición.
Sin alcanzar a comprender cómo he podido lanzarla allá fuera.
Expulsarla rápida y cruelmente como las diosas mezquinas.
Condenarla a una disolución indigna más allá del muro.
Más allá de del dolor. Más allá de mí.
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