donde acuden las mujeres sin velo
y nadie espera entre los olivos.
Vigilan las golondrinas bajo el cielo
esa procesión de vestales alegres
llenas de togas y oro en los pies,
de cántaros llenos de vino y miel.
Pero planean como hojas los augurios
y los sacerdotes se frotan las manos,
esperando las ofrendas para el rayo
y un llanto por alguien perdido.
Es algo anciano, algo triste, eso de padecer
la furia de las estatuas y de todos esos seres
que fueron inventados para espantar
un brillo imperial que descansa
realmente
sobre nuestras cabezas.
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