Es de noche en una carretera estrecha y mal iluminada que cruza los campos de naranjos. Hierba alta a los lados. Dientes de león estirados entre las briznas. Varios grillos cantando bajito, rodeados por un aire limpio. Es verano en mi carne y camino sola de vuelta a casa. Un poco asustada por las estrellas, con la falda mojada y mucha juventud en el pelo. Mientras me como un helado de limón pienso en el agua, en la oscuridad líquida del tanque de riego, allí abajo. Me veo nadando en él media hora antes, aunque no sé qué aspecto tengo bajo el agua. Recuerdo la rana escondida entre verdín, muy quieta, esperando volver a quedarse sola, sin dejar de mirarme con esos ojos negros que parecen muertos. Veo también las piedras mojadas del bordillo, oscuras y frescas, en esa hora de transición entre el ocaso y la noche. Pero sobre todo veo la maravillosa piel azul. Todos los cuerpos de mis amigas, azules. Brazos y manos y piernas y pies. Cuellos azules. De un tono pálido, casi tímido. Cuerpos azules saltando al agua una y otra vez. Y risas casi azul marino, con lenguas densas. Todas con el pelo negro, nunca de otro color bajo esa luz, bajo la humedad del tanque de agua. Y sonrío sin darme cuenta. Sonrío para mí. Mordisqueando el palo del helado de limón, sacudiendo la melena para que se seque. Con toda la hierba atenta a mi alrededor, conocedora de mi sorpresa, condescendiente ante la ligera inquietud que me asalta. La duda nunca resuelta de pensar que tal vez soy la única que ha vivido esos instantes tal y como han sucedido. La única espectadora de los detalles distintos. Todo ese azul solo para mí. Ese pensamiento me hace girar la cabeza, esperando ver a alguien más en la carretera. Pero ellas ya se han ido hace rato, y estoy sola en el pleno verano, mientras camino de vuelta a casa.
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