El plástico es negro pero no le importa demasiado. Mete con cuidado sus órganos, cada glándula pequeña y cierra la bolsa con un nudo. La arrastra hasta la calle. La tira al contenedor más cercano. Está saturado de basura pero no quiere pensar en ello, ahora es tarde para rellenarse. Se separa de la bolsa con un crujido, alejándose de allí aliviada, creyendo que sus vísceras y un dolor sordo acabarán en el vertedero. Un maravilloso edén repleto de lixiviados, donde desaparecerán entre toneladas de desechos.
Pero no.
El camión de la basura no pasa esa noche. Las bestias sí. Un perro errante selecciona su cena. Rompe el plástico, arañando membranas resbaladizas nunca antes profanadas. Las devora con gusto, las mastica satisfecho. Y finalmente se aleja. Los restos quedan abandonados en la acera, viendo pasar las horas, tal vez humedecidos de relente. Residuos de un banquete macabro. A la mañana siguiente ella sale de nuevo a la calle. Y encuentra su interior esparcido sobre las baldosas.
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