Abrí la puerta del ascensor, cargada con varias bolsas en cada mano. En el rellano me topé de bruces con el señor Martín, amigo y vecino de mi abuelo durante más de cuarenta años.
- ¡Hola Carlita! ¡Cuánto tiempo! Ya eres toda una mujercita ¿Cómo está tu abuelo? ¿Has venido al piso a recoger sus cosas? Es un maniático, no puede pasar sin sus crucigramas. Mañana mismo pensaba ir a visitarlo - dijo todo esto rápidamente, sin intercalar una sola pausa.
- Hola don Martín... pues la verdad es que no. Mi abuelo murió anoche. He venido a por su traje. Para el entierro... será esta tarde. Venga con nosotros, él le apreciaba. Si quiere, pasaré yo misma a recogerlo.
El anciano se quedó paralizado. Dejó caer los brazos en un gesto de abatimiento. Una mueca de dolor, de auténtica desesperación, se instaló en su rostro:
- ¡Ay Carlita! ¿Qué me dices? ¿Anoche? ¡No es posible!
Yo lo miraba consternada, ambos en medio del patio, con la puerta del ascensor abierta y un rectángulo de luz iluminándonos. De pronto rompió a llorar. Un llanto crujiente e imparable, como de carne seca. Su pecho palpitaba suavemente, con sollozos leves y un murmullo cansado.
- Tu abuelo también... primero mi Julita y ahora Vicente. Estoy tan solo, los amigos se van, ya casi no queda nadie. ¡Ay! es muy triste, muy triste... - gruesas lágrimas corrían por sus mejillas
- Don Martín... lo siento...
No sabía qué hacer. Aquel hombre, tan divertido y alegre tiempo atrás, era la viva imagen de la pena. Y no le importaba que yo lo viera así, tan desamparado y solo, en un lugar común. Ser testigo de su llanto, comprender que no quería ocultarlo ni mitigar su impacto sobre mí, hizo que sintiera verdadera admiración por aquel hombre. No podía comprender su emoción, no conocía la vejez ni sus miserias. Tampoco la tristeza de observar con total lucidez el fin de los días. Sin embargo, la humanidad de su reacción me conmovió como pocas cosas me han conmovido. Don Martín era un hombre sincero.
- ¿Sabe qué vamos a hacer? subiremos a su casa y buscaremos un traje elegante. Tiene usted razón, mi abuelo era un maniático. Si supiera que va a ir a despedirle con esa camisa arrugada se enfadaría. Venga conmigo, después iremos a por el resto de la familia. Usted come con nosotros, no se hable más.
Metí de nuevo las bolsas y cogí suavemente la mano del señor Martín. Él se dejaba hacer. Las lágrimas seguían cayendo silenciosas, pero intentó sonreírme mientras entraba conmigo en el ascensor. La puerta se cerró y pulsamos el botón del tercer piso.
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