No espero a nadie.
Ni al caballo negro.
Ni a las vestales altivas.
Cerraré como un estuche cada estrella
y activaré la alarma del porche.
No espero a nadie.
No quiero ver a nadie.
Mañana cambiaré cerraduras.
Y contaré las horas oscuras.
Que flotarán tras la puerta
como una procesión de fuegos fatuos.
Tal vez el alba se ilumine.
Y venga a verme mi madre.
Con pan caliente y un cuarzo rosa.
Entonces puede que le abra.
Es posible que quiera abrazarla.
Hacerle café y rozar pestillos.
Pero mientras tanto
vigilaré los pomos.
Respirando en la cocina.
Custodiando la entrada.
Sin esperar a nadie.
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