Mi profesora de Introducción al Romanticismo era una mujer vital. Bueno, es (no creo que haya muerto, por aquel entonces todavía era relativamente joven). Cuando terminaban las clases le gustaba acompañarnos a la cafetería, donde continuábamos las discusiones abiertas durante las horas lectivas. Allí movía sus delgados brazos, llenos de abalorios y pulseritas que emitían un sonido metálico, como cascabeles, mientras se explayaba sobre un tema en concreto. Nos miraba intensamente con sus ojos marrones, con esa melena un tanto despeinada, e intentaba convencernos de la genialidad de Theodore Gericault o la magia inmortal de Delacroix.
Corrían rumores sobre ella: que pertenecía a la masonería, que la habían dejado plantada en el altar... todo tipo de bulos sin fundamento. Nosotros le seguíamos la corriente, porque era simpática y le teníamos cierto cariño. El cariño que le puedes tener a alguien que sabes que es especial, pero que no pertenece del todo al mundo de los cuerdos. Intuíamos que la vida no la había tratado muy bien y a cambio la escuchábamos complacientes, con la sencilla y poco profunda intención de hacer que se sintiera bien.
Un día, sentados alrededor de vasos de café y cervezas calientes salió el tema del desamor. Hablamos sobre él desde la superficie, verbalizando las generalidades de siempre. Lugares comunes, algún chiste más o menos fácil acerca de las discusiones caseras. Una compañera se atrevió incluso a contarnos un breve romance que tuvo con un hombre casado, al cual tuvo que dejar con gran dolor ante la imposibilidad de su historia. El ambiente era relajado, una conversación amena. Pero la profesora no había intervenido. Con la boca firmemente cerrada nos escuchaba atentamente. Sus ojos saltaban de uno a otro conforme se sucedían las bromas y confesiones. Al cabo de un rato, alguien le preguntó qué le parecía aquel tema. A fin de cuentas, los románticos lo habían utilizado como excusa para realizar las acciones más descabelladas: poemas febriles, cuadros de pesadilla, declamaciones desesperadas e incluso suicidios.
Se incorporó lentamente en su silla, separando los brazos, con el cuello rígido y una mueca de desprecio absolutamente nueva. Nos miró con dureza y en voz muy baja habló:
"Tenemos un órgano que bombea, pero el corazón no existe. Sólo hay un lugar real, que no tiene carne ni sangre. Es una jungla con niebla espesa y bestias salvajes. Ambas orillas saturadas de lianas y plantas oscuras. Todos los que somos sinceros hemos estado ahí, sobreviviendo sobre la balsa. Con maderas crujiendo bajo nuestro cuerpo. Atentos. Expectantes. Mirando de frente y sin parpadear la siguiente curva. Adelantando las manos, la cara, la boca. Esperando una señal de cualquier tipo. Todos reconocemos esa selva de humedad tensa. Donde naufragamos llenos de esperanza, buscando una atracción mal disimulada, una mirada cómplice. Si. La espesura es peligrosa, podemos enloquecer".
Silencio absoluto. Nadie sabía qué responder, porque nadie estaba del todo seguro de a qué se refería. La profesora se levantó lentamente y concluyó:
"Oh, si. El amor es más que suficiente. No hace falta perderlo. Él solo puede extraviarnos. Es de una espesura despiadada".
Dicho esto, apartó la silla y salió rápidamente de la cafetería. Desde aquel incidente, rechazó sistemáticamente nuestras invitaciones después de clase. Nunca mas volvió a acompañarnos. Tampoco volvió a dedicarnos ni un segundo de su atención.
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