Si viviéramos en el campo y no compráramos carne en bandejas
saldríamos del sendero, caminando hacia los arbustos nevados.
Con el rifle cargado y engrasado como un tubo de metal brillante,
arrodillados en silencio y sin guantes, bajo toneladas de aire azul,
apuntaríamos cuando llegara el momento y sin vacilar
a ese hermoso conejo de ojos negros.
Y rezaríamos en silencio al dios de los agnósticos
para darle en el cráneo de un solo disparo.
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