Es invierno, finales de enero. Llueve de forma intermitente desde hace días. Los árboles están desnudos, sin hojas. Esperando. Tal vez por eso caminar por la calle provoca un sentimiento ambiguo, una emoción entre la nostalgia y una pena amortiguada. Supongo que causada por la humedad, ese vaho cíclico que acompaña la respiración. O simplemente por las escasas horas de luz. La oscuridad mina el alma.
Paro en el semáforo y sin darme cuenta empiezo a recolectar colores. Es una distracción que nació durante la carrera, cuando tenía que entrenar los ojos para diferenciar tonos, masas de color o estilos de los principales artistas. Me fijo: gris con exceso de blanco (cielo), gris oscuro con exceso de negro (asfalto húmedo), marrón con toques de verde oscuro (tronco de árbol), amarillo con ligeros toques de azul y verde (cara de un transeúnte parado en la acera de enfrente), blanco con toques de amarillo limón (dientes de su perro), morado con reflejos metalizados (chaqueta acolchada de una adolescente con prisas). Mis pupilas saltan aleatoriamente por el paisaje.
Tras cruzar al otro lado, me detengo en la esquina y decido cerrar los ojos. Escucho conversaciones pasajeras, fragmentos de un diálogo en otra lengua. Me concentro para captar su significado. El esfuerzo constante del extranjero. Por suerte, cada vez me cuesta menos comprender el sentido de cada palabra. Los sonidos empiezan a ser familiares. Un hombre intenta convencer a otro de la terrible situación económica, en general; una chica habla por teléfono con su madre acerca de un plan de fin de semana con los amigos; el camarero de una cafetería le dice el precio (baratísimo) de un café solo a un nuevo cliente sentado en la terraza. Etcétera.
Huele a agua pulverizada, a metales pesados provenientes de los tubos de escape. También detecto un ligero tufo a descomposición, a putrefacción, posiblemente causado por el moho que crece entre las grietas que se abren en el asfalto. Qué bien haber dejado de fumar, de otro modo jamás habría detectado este último. De vez en cuando llega una ráfaga de carbón, proveniente de un puesto de castañas asadas.
Ahí quieta, discretamente apartada de la zona de paso, abro los ojos y completo la experiencia. Visión, oído, olfato. Un conjunto sólido. Tal vez la unión entre Zurbarán, Mahler y unas castañas mojadas. Sonrío ligeramente ante esa asociación de ideas. Me gusta.
Antes de reanudar mi paseo, un poco menos triste tras la ayuda de los sentidos, mi cerebro cierra el proceso con un pensamiento, a saber:
Si fuera algo sencillo,
(como una cascada,
un limón maduro,
o el nudo de un lazo).
Si fuera cualquier cosa
menos esto
no sentiría La Náusea.
Tampoco la conciencia,
el saberme viva aquí.
Ahora.
Qué lindo no tener nada dentro,
como el viento o un portazo.
Ser de afuera como las piedras
y las colinas del paisaje.
Pero qué triste también
no conocer la limpieza,
la lucidez completa
concentrada en
todo el cuerpo.
Si existiera en otra cosa
no sabría nada.
No tendría nada.
Sería una funda invisible,
la piel muerta de la serpiente.
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