En la calle, caminando hacia el centro.
Los aros metálicos del sujetador se me clavan ligeramente en el pecho, y un viento frío que se burla de la primavera ha desordenado mi flequillo. También cargo con el bolso, lleno de objetos más o menos prescindibles, mientras me siento la mejilla un poco más pegajosa por causa de la crema hidratante. Todo ocurre simultáneamente, sin darme tregua. Es agotador. Tampoco ayuda el sabor artificialmente fresco del chicle de menta, que sólo consigue espesarme la saliva.
Para evitar más sensaciones desagradables, como notar la descamación inevitable del esmalte de uñas negro comprado en el mercadillo, o la certeza de saber que eso que roza mi cadera provocándome irritación es la goma de las bragas, elaboro estrategias de distracción. Un paso detrás de otro, giro a la derecha. Me concentro. Miro a mi alrededor mientras desabrocho con desgana el último botón de la camisa. Tengo que adaptarme, como todos. Tengo que fluir, o al menos intentarlo. Selecciono algunos detalles importantes:
Los aros metálicos del sujetador se me clavan ligeramente en el pecho, y un viento frío que se burla de la primavera ha desordenado mi flequillo. También cargo con el bolso, lleno de objetos más o menos prescindibles, mientras me siento la mejilla un poco más pegajosa por causa de la crema hidratante. Todo ocurre simultáneamente, sin darme tregua. Es agotador. Tampoco ayuda el sabor artificialmente fresco del chicle de menta, que sólo consigue espesarme la saliva.
Para evitar más sensaciones desagradables, como notar la descamación inevitable del esmalte de uñas negro comprado en el mercadillo, o la certeza de saber que eso que roza mi cadera provocándome irritación es la goma de las bragas, elaboro estrategias de distracción. Un paso detrás de otro, giro a la derecha. Me concentro. Miro a mi alrededor mientras desabrocho con desgana el último botón de la camisa. Tengo que adaptarme, como todos. Tengo que fluir, o al menos intentarlo. Selecciono algunos detalles importantes:
El pastor alemán que cruza la calle junto a su dueña tiene un brillo de esclavo en los ojos.
Hay millones de partículas de carbono ordenándose de tal forma que mantienen mi cuerpo unido.
Las palomas tienen pequeñas garras siniestras y al menos tres tonos de gris en las alas.
El diente de león que crece enfrente de la peluquería africana es, tal vez, demasiado amarillo.
La humedad relativa debe de estar por lo menos al 80%, flotando por todas partes como una broma de mal gusto.
La humedad relativa debe de estar por lo menos al 80%, flotando por todas partes como una broma de mal gusto.
Y me fijo también, cómo no, en la gente que me rodea, sonriente y relajada, ajena al desorden permanente que causa tanta información. Caminando distraída, mirando al suelo o al frente con sus smartphones en la mano. Es curioso. Hablan con varias personas al mismo tiempo, pero no comparten espacio, por lo que se crea la paradoja de que, a pesar de dialogar con individuos que no están presentes, aparentemente nunca están solos.
Inhalo por millonésima vez con una ligera sensación de mareo, de desorientación. Porque yo hablo contigo constantemente. Ahora mismo. Luego. Te cuento cosas como este paseo. Pero no compartimos tiempo, ni mucho menos espacio: a pesar de estar siempre sola, el cerebro me convence de que sigues ahí. Y de que aunque estés lejos, tú también me piensas. Porque hablamos un lenguaje mudo que nunca será registrado.
¿Acaso será esto la locura?
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