En el interior de una lechería desierta, con una taza de latón en la mano, una mujer joven que se parece a mi, pero no, escucha los sonidos de la calle. Sus rizos son grandes y tristes, lleva puesta una falda de lino crudo que le roza suavemente los tobillos. Y mira hacia afuera con el gesto de quien espera con paciencia. De pronto, distingue el sonido del tren que se detiene en la estación. E imagina que esa figura conocida camina entre nubes de vapor, coge la bicicleta aparcada en la cerca y pedalea por el camino de trigo hasta su puerta. Donde ella espera, en medio de la lechería, con una taza vacía en la mano, a que llegue por primera y centésima vez con un cántaro de rebosante leche tibia.
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