Abro la puerta y el pasillo está en penumbra. Un ligero olor a sopa flota por todo el apartamento. El corredor, como un túnel de yeso, señala un rectángulo de luz correspondiente al salón. Sé que estás allí, puedo cerrar los ojos y verte tumbado en el sofá, con la cara azul y una mirada alucinada frente al televisor. Los muebles grises pastan a tu alrededor, forrando tu figura, construyendo un reino excluyente, una morada única donde no tengo cabida, donde no hay lugar para el desaliento.
Pero es que, verás: cuando llego a casa no quiero entretenerme ni recostarme en el sillón. Quiero saliva en la boca y conversaciones que me devuelvan a la vida. Tomar un té en la cocina mientras noto cómo la suavidad de los calcetines entra en contacto con el suelo cerámico. Ver tu sonrisa junto al frigorífico. Abrir la boca y desentumecer la mandíbula. Recordar que hoy fue un día duro, pero que las horas del amor se acercan con una luz cálida. Por eso este olor a sopa, ese reflejo azul de la televisión, son como repelentes. Como un veneno para animales indeseables, alimañas nocturnas o insectos sin belleza.
Y así me siento al cerrar tras de mi la puerta de la calle, como si nuestro piso fuera una ratonera con las paredes tensas, cada puerta con un ojo, todo en suspenso, preparado para el "clic". Tal vez hoy es el día. Porqué no. La hora de la rendición se acerca y debo dejarme apresar de una vez por todas. Consentir el exterminio de la complicidad, dejar que los hierros del cepo me abracen y me arrastren paredes adentro.
Por eso, no temas. El ruido sordo que oyes ahí tumbado no es más que mi esqueleto. Mis huesos cayendo a lo largo del pasillo como un saco hueco. Todo mi cuerpo relajado precipitándose sobre la moqueta, abriendo los brazos con entrega, cerrando los ojos con gesto de renuncia. No te asustes, no es grave. Si decides levantarte y venir me verás tumbada en el pasillo, las palmas de las manos mirando al techo, la melena como una corona oscura. Transformada en una hermosa presa, con la mirada más conciliadora que jamás viste dibujada en mi rostro.
Por eso, no temas. El ruido sordo que oyes ahí tumbado no es más que mi esqueleto. Mis huesos cayendo a lo largo del pasillo como un saco hueco. Todo mi cuerpo relajado precipitándose sobre la moqueta, abriendo los brazos con entrega, cerrando los ojos con gesto de renuncia. No te asustes, no es grave. Si decides levantarte y venir me verás tumbada en el pasillo, las palmas de las manos mirando al techo, la melena como una corona oscura. Transformada en una hermosa presa, con la mirada más conciliadora que jamás viste dibujada en mi rostro.
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