Volviendo a casa vi que estabas en la frutería comprando naranjas. Las naranjas son una fruta muy adecuada, parecen soles rellenos de pulpa, de cosas dulces. Ayudan a sobrellevar el frío y ese color tenso que tiene la luz las tardes de invierno. Y tu compraste una gran cantidad, calculé que más de dos kilos. Mientras miraba cómo se tensaba el plástico de la bolsa imaginé que eran para hacer zumo. Nadie compra tantas naranjas si no piensa exprimirlas.
Cuando saliste cargada con ellas, nos cruzamos. Llovía y me fijé en las venas de tu mano cerradas en torno a la bolsa, en la tensión de las falanges sobre el asa. Con un solo vistazo abarqué el conjunto de gotas que empezaban a impactar sobre vosotras: sobre la bolsa y las naranjas, sobre la chaqueta, sobre tu cabeza gacha. En cierto modo, era hermoso ver el agua pulverizada posándose sobre ti, como broches traslúcidos o animalitos de cristal.
Cuando saliste cargada con ellas, nos cruzamos. Llovía y me fijé en las venas de tu mano cerradas en torno a la bolsa, en la tensión de las falanges sobre el asa. Con un solo vistazo abarqué el conjunto de gotas que empezaban a impactar sobre vosotras: sobre la bolsa y las naranjas, sobre la chaqueta, sobre tu cabeza gacha. En cierto modo, era hermoso ver el agua pulverizada posándose sobre ti, como broches traslúcidos o animalitos de cristal.
Al observarte más de cerca vi que estabas cansada. Tenías surcos azules bajo los ojos y esa mirada de ciervo acosado que se instala en las personas resignadas, en los mamíferos que viven encerrados en su mente. Iba a saludarte, pero algo en tu expresión me dijo que no lo hiciera. Así que seguí mi camino y te di la espalda.
Cuando oí el frenazo, un relámpago de lucidez cruzó mi mente y supe que eras tú la que estaba en aquel cruce. Al girarme vi varias naranjas rodando lentamente por el asfalto, como planetas errantes tras el big bang, modificando bruscamente y para siempre su órbita. Un poco más allá yacía tu cuerpo tendido. Escuché gritos y algunos viandantes comenzaron a correr. Unos huyendo de allí, otros corriendo hacia aquella visión infernal, hacia la estampa brutal de tus brazos y piernas y tu cabeza descolocados, reordenados en una posición imposible y macabra.
Me quedé clavada en la esquina. No tuve valor para acercarme, pero desde allí pude ver tus ojos paralizados. Tu mirada suspendida para siempre. En tu cara se podía ver un leve gesto de asombro, tal vez incluso de genuina sorpresa. Como si por fin ese elemento inesperado que tanto ansiabas hubiera irrumpido en tu vida. Y efectivamente, así fue. El problema es que cuando llegó lo hizo de forma definitiva.
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