Esa cara es como un bistec,
como una trampa de alquitrán
o un albatros en la boca.
Silba de manera inquietante,
me llama con la garganta tensa,
me pone en alerta las orejas.
Su cara es como una perrera,
una jaula regentada por
un domador borracho.
Y aunque miro las esquinas
y evito acudir a su llamada,
no puedo evitar menear el rabo
cada vez que me abre su puerta.
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