La lucidez de las avellanas

Estaban al fondo del armario, detrás del paquete de azúcar. Buscando el café rocé la tela con las yemas de los dedos. Cuando saqué la bolsa me quedé mirándola con una mezcla de alegría y nostalgia. Ambas emociones discretas, contenidas. Desaté el cordón y aparecieron ante mis ojos. Avellanas. Lisas y serenas bajo la cáscara marrón. Como regalos de madera, o pequeños animales dormidos.

Lentamente, con un respeto profundo, estiré los dedos, introduciéndolos muy juntos en aquel montón de frutos secos. Noté cómo penetraban entre la masa grumosa y floja de sus cuerpos. Tan agradable. Como la sensación tibia y segura de cerrar los ojos en dentro de una bañera llena de agua caliente. O de estirarse bajo la oscuridad de las sábanas. Un placer sencillo. Perfecto.

Con la mano cubierta de avellanas cerré los ojos. Respiraba lentamente, de pie junto al armario del azúcar, la despensa donde guardo los alimentos dulces, los ingredientes de repostería. Concentrada en el tacto sedoso de la cáscara, recordé tu cara. 

No la llamé, ni siquiera la esperaba. Simplemente apareció. Tu cara sonriente, estrechamente unida a la sensación cálida de introducir la mano en un montón de avellanas. Entonces todo se precipitó. En completo silencio. Una ola de tristeza muda y completa, de dolor cerrado. Una cáscara de lamento cálido. 

Y los tres os abrazasteis en mi recuerdo: las avellanas y su piel de madera, tu cara ya desaparecida y el dolor punzante de la revelación. Una tríada jamás sospechada, que desde ese día nunca más he podido separar. Ahora lo sé. Para mí, no fue la manzana la que invadió de conocimiento mi mente, como les ocurrió a Adán y Eva. Fueron las avellanas, semillas tímidas y aparentemente inocentes, las que me trajeron la lucidez. Una clarividencia total, una sabiduría que ya no podré ignorar. Desde entonces, cada vez que como avellanas me acuerdo de ti. Y de aquellos días felices, cuando no sabía nada.

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