Ella le estira de la camiseta con las dos manos. Tira hacia abajo para que se caiga, para que su cuerpo ceda y se tumbe sobre el suyo. Los dedos tiemblan como si sostuviera nitroglicerina y todavía desconoce su sabor. Tal vez al morderlo le venga a la cabeza la humedad densa del nenúfar, o la ligereza de un huevo pasado por agua. No concibe otras comparaciones porque no le recuerda a ninguna flor, ni brilla en ninguna constelación. No se parece a nada que existiera previamente en su paisaje. Él es oscuro y un tanto obtuso, respira entrecortadamente. Es todo lo que diremos.
Le estira fuertemente de la camiseta para provocar violencia y movimiento, para no ver sus ojos. Qué dirán sus pupilas: si estarán sorprendidas por el ataque, o por el contrario la mirarán asustadas. O felices, que es lo que desea internamente.
Pero ahora no puede atender a esos pensamientos, porque otro mucho más potente los margina: su carne grita a dos mil trescientos decibelios que tiene que ser, tiene que ser, tiene que tumbarlo sobre ella y tocar cualquier parte de su cuerpo. La que el azar decida. El pecho si cae de frente, el brazo y parte de la cadera si cae de lado, la boca si tiene suerte. Eso importa más que su sabor y que la expresión de sus ojos, más que cualquier otra cosa. Es lo único que en ese instante le resulta absolutamente indispensable.
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