Podríamos
por una vez
dejar de esperar
las almenas doradas,
el sol sobre los aleros,
o bajo el incendio conjunto
que provocamos sin roce alguno.
Podríamos asumir que ocultamos fuegos fatuos,
perfectos minerales de llama azul entre las piernas
que brillan con reflejos de otro mundo,
que no quieren más que mordiscos
y llagas de abrazo violento.
Que buscan los refugios
donde nadie más que
nosotros, solo
nosotros dos,
podemos
habitar.
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