Nos sentamos junto al río
con la bolsa del picnic.
No es una cesta,
como en las revistas
de los cincuenta, sino
un saco de plástico
comprado en el súper.
Dentro llevamos todo
lo necesario para
masticar el disfrute
de una noche de
fuegos artificiales.
Bocadillos de atún con
olivas, cervezas y papas.
Decenas de galletitas
saladas en forma de pez.
De pronto, el primer
fogonazo nos
ilumina la cara.
La pólvora invade
el cielo formando
puntitos de luz.
Con la boca llena
queso hablas del
color dorado.
Pero yo presto
atención a la
oscuridad del agua,
al césped fosforescente.
Presa de una inquietud
sin forma ni sentido.
Y mientras te sonrío
complaciente,
sólo puedo pensar
en huesos ardiendo.
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